Marcela Pittner nos presenta un fresco de la gran ciudad: sus moles, edificios cuyas alturas y grandilocuencia devienen diminutas. Perfectas formas geométricas que, a la distancia. Esconden infinitas historias en cada recoveco. En cada ventana. Mediante el manejo del óleo, la composición exhibe una formidable factura para remitir a la técnica de la fotografía. Esta inmensa imagen parece revelar el sentir anónimo del sujeto de la urbe. Así como el de aquel que llega y quiere vivencias cada avenida y cada callejón, aquel que intenta poseerla en vano. Porque ella lo disimula y lo niega o lo omite. No parece casual la decisión de la pintora de componer este minucioso cuadro de una metrópolis en la que, a pesar de que hurguemos intencionalmente con la mirada en sus figuras y sus fantásticos detalles, no encontraremos seres humanos. La obra retrata un mundo de cemento que se alza por sobre el puerto y sus márgenes. En él reina el anonimato que lo citadino produce y que le es propio. Resaltando este rasgo de misterio y encanto, la pintura expone una paleta de tonos fríos: hacia el centro o acaso hacia el fondo, se aglutinan las formas y resplandece el brillo del azul, el color que refleja la luz. Más allá, las aguas y el cielo. Ideal elección para estructurar un paisaje enorme que se fragmenta y es humano aunque deshumanizado, del mismo modo que vibra, tal corno lo hace la vida en cada esquina de las grandes capitales.